Paul Dano

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Abonado a los personajes torturados, los parias y los via crucis cinematográficos, Paul Dano admite que las obsesiones tampoco le son extrañas en la vida real. Lo suyo es la intensidad… así en la tierra como en el cine.

Paul Dano (Nueva York, 1985) se ha llevado casi tantos palos como papeles. En Prisoners (Denis Villeneuve, 2013), un desesperado Hugh Jakcman le atizaba la paliza de su vida en su intento por sonsacarle el paradero de su hija sin que su malogrado personaje, al que la tortura (emocional) le venía de lejos, ofreciera resistencia alguna. En Pozos de ambición (Paul Thomas Anderson, 2007), en la que daba vida a un melifluo sacerdote, Daniel Day-Lewis lo perseguía como a una rata enjaulada hasta destrozarle el cráneo, en la escena más angustiante que jamás se haya rodado en una bolera. Le mutilaban hasta las cejas en Looper, el sleeper de 2015, otra vuelta de tuerca a las paradojas de los viajes en el tiempo que Rian Johnson resolvía con aplastante lógica interna, granjeándose de paso el salvoconducto para las dos últimas entregas de Star Wars. En 12 años de esclavitud sufría, como supremacista de los de biblia y látigo en mano, la deshonra de ser apaleado por un esclavo. Y en L.I.E. (2001), su laureadísimo debut a las órdenes de Michael Cuesta, era su padre quien corregía con mano dura (y puño cerrado) sus malas compañías y sus ambiguos flirteos adolescentes: teen angst por un tubo.

La cuestión, obviamente, no son los golpes que ha recibido en pantalla, sino lo que nos ha dado con ellos. Con su querencia ¿innata? por los personajes atormentados, vacilantes, vulnerables o directamente tarados y su pasmosa convicción al darles vida, Dano no solo ha construido algunos de los retratos más tortuosos del cine de la última década, sino también las secuencias más deasosegantes, un estimable puñado de minutos de gloria que marcan la frontera entre la pericia y la magia. Y lo ha hecho a las órdenes de los que otrora fueran los outsiders más virtuosos y devastadores (Dios los cría y ellos se juntan), cuyas películas (del Incendies de Villeneuve al Hunger de Steve McQueen), si bien too much para ser digeridas por el gran público, revelaban maneras que no pasaron desapercibidas en Hollywood. Lo difícil no es rodar con un genio (que también), sino saber reconocerlo cuando asoma la cabeza. En el caso de Dano, la confianza siempre ha sido recíproca.

No son, sin embargo, sus impresionantes dotes como actor lo que nos ha traído a la soleada terraza del lujoso hotel JW Marriott de Cannes, donde Dano se ha dado cita con la prensa del festival. El motivo ha sido la presentación de Wildlife, su opera prima como director, adaptación de la novela de Richard Ford en la que Jake Gyllenhaal y Carey Mulligan interpretan a un matrimonio en crisis durante los años 50, y con la que el recién estrenado realizador inauguraba la víspera la Quincena de Realizadores junto a Mulligan y Zoe Kazan, su pareja y coguionista del film. Tras enfrentarse estoicamente a una mesa redonda de no menos de diez periodistas, cada uno de los cuales habla el triple que él, se acerca al sillón donde me encuentro para nuestro cara a cara. Reservado pero afable, de mirada intensa y profundamente meditativo, parece la encarnación del cliché aquel según el cual muchos jóvenes se lanzan a la interpretación para superar su timidez.

Cuando empieza a hablar de su obra, su blindaje se relaja un poco. “Llevaba mucho tiempo queriendo dirigir. Adoro el cine, y siempre me ha interesado ver películas de todo género, época y nacionalidad. Como espectador empecé a familiarizarme con el lenguaje del cine y pensé que me gustaría ser capaz de expresarme de ese modo. Y entonces leí Wildlife. Me impactó muchísimo, algo había en esa historia que me tocaba muy de cerca. Durante mucho tiempo fantaseé con la idea de hacer una peli sobre ella. Un día, de repente, me vino a la cabeza la escena final. Fue entonces cuando me dije que podía hacerlo”. Humanista hasta la médula, afirma que fueron los personajes lo que le atraparon. “Es increíble la carga emocional que transmiten. Especialmente Jeanette, con esa cruzada que atraviesa. Quería profundizar en ese sentido de familia, el hacerse adulto, qué significa el matrimonio, el sueño americano… En el guion di forma a sentimientos desgarradores. Algunos personajes pierden la cabeza, se dicen cosas muy duras, pero en ellos sigue existiendo el amor, la pasión y la honestidad. La novela no juzga a los personajes, y yo tampoco. Esa es mi actitud, como artista y como persona”. Y ahora que ha estado al otro lado, ¿ve la interpretación de forma distinta a como solía? “Un poco. Cuando diriges, los actores son casi como una extensión de ti. Es un sentimiento bonito, muy paternal. Constatar lo importantes que eran ellos para mí me ha hecho revalorar mi trabajo de siempre”. Cuando toca hablar de sus fortalezas y debilidades profesionales, el Dano escurridizo reaparece: “Es difícil hablar de uno mismo. Te sientes raro, no quieres ser deshonesto contigo mismo, ni arrogante… Diría que a veces las unas y las otras son lo mismo. Yo trabajo duro, lo doy todo cuando apuesto por un proyecto, pero eso también se debe a que soy un poco obsesivo. Y eso no me gusta. No es bueno sumergirse tanto en el trabajo, a medida que pasan los años me doy cuenta de lo importante que es equilibrar las distintas esferas de mi vida”. Y en ello, ¿tiene cabida dirigir de nuevo? “Estoy impaciente por hacerlo, pero también soy actor. Quiero estar abierto y embarcarme en los proyectos que me emocionen, ya sea de un lado de la cámara o del otro”. Y con esas idas y venidas, ¿cómo se ve dentro de 30 años? “Es difícil decirlo, pero espero que vivo, sano y feliz”. Grandes esperanzas.

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